Student Work Spotlight: Will McConnell

El Aniversario | Spanish 59: Spanish and the Community, Spring 2020

Este historia trata del estrés que la amenaza de deportación puede crear en inmigrantes sin papeles, y debe expresar el costo humano del practico deplorable de deportación.

El Aniversario
Edgar agarró las llaves de la mesa al lado de la puerta de su apartamiento, se tardó en frente del perchero por un momento, y se fue. Una vez afuera, el frío lo hizo inmediatamente arrepentirse de dejar su abrigo ahí. Pues no importa, pensó. Poco frío puedo manejar.
La tarde hacía mucho frío, y también viento fuerte. Las magnolias a lo largo de la calle se mecieron y sus hojas duras susurraron. Caminando sólo por la vereda, la tensión familiar en su pecho apretó. No era un barrio peligroso. Pero a él no le gustaba el viento, ni los sonidos
ominosos de las hojas. Se dio poca prisa al coche. Subiré el calor al máximo, pensó, y hay el estéreo, y el zumbidos fieles del motor y de la calefacción y la carretera.
El Tiguan negro se acercó al gasolinera y un hombre mexicano, quizá 25, se bajó del carro. Su rojo polo y pantalones khakis parecieron fuera de lugar en el gris asfalto rajado.
Caminó a paso ligero hacia las puertas vidrieras cubiertas por pegatinas descoloridas. Vodka por el noche, apuesto, pensó el joven tendero. O tal vez vino. Se ve más de cita que de fiesta. Y es temprano. Edgar caminó al mostrador y miró a las encías. Rayos. Tercer fallo consecutivo.
Bueno, nunca es facil. Edgar puso un paquete de Orbit spearmint en el mostrador y alcanzó para su cartera.
“Algo más? Anything else?” dijo el tendero?
“Eso es.” Se comprometieron al silencio mientras el tendero dio el cambio. Edgar dio la bienvenida al pitido de la máquina de recibo.
“Gracias.”
“Que tengas buena noche, señor.” El chico se sonrió alegremente.
Edgar frunció los labios y agarró las cervezas. Chico amable. Piensa que soy maleducado? Debería ser más hablador. Katy es así. No, tío. Estás en la gasolinera por Dios. No es un maldito club social. Sacó su móvil para llamarle.
“Hola tío. Hey man.” Edgar soltó y dio vuelta hacia el voz ronco. El hombre estaba mirándolo. Qué pasa con esos ojos, pensó Edgar. Le pusieron incómodo. Demasiado quieto. Son ojos que no encajan con la sonrisa. Bueno, a ver cómo juzgas. Deberías responder. Que quiere aquí.
“Hola.” Inhaló mientras lo dijo para que su pregunta casi sonó como pregunta.
“Me gusta tu camisa, tío.” El hombre habló con una exuberancia fuera de lugar, que casi lo hace sonar como uno de las surfistas que Edgar solía encontrar tocando sus guitarras al pier de Venice Beach. Edgar frunció sus labios por la segunda vez en tantos minutos. Trató de dar la vuelta hacia la coche.
“Hey, ten cuidado con eso.” Edgar paró y miró al dedo del hombre, apuntando a la encía en su mano.
“Si si, tio, de acuerdo,” respondió, confundido y esperando que ya lo dejara. Abrió la puerta de la coche y empezó a agacharse la cabeza. El hombre siguió acercándose, sin amenaza.
“No, tío,” Todavía con la de las surfistas. “Ese.” Apuntó al móvil en la mano de Edgar.
“Están viendo.”
“Vale,” Edgar manejó soltar mientras pensamientos que no quería volver empezó a volver como nubes de un tormento. El hombre siguió viendo mientras Edgar cerró la puerta y puso el carro en la unidad. Relájate, pensó. No pienses así. Qué ganas hoy en pensar así. Giró al calle.
El estéreo de su coche entró a sonar en zumbidos cortos. Contestó.
“Hola Katy. Estoy cerca, pocos minutos.”
“Vale, mandame una mensaje cuando llegues!” Colgó y se deslizó a la salida de la autopista. Admiró los cedros altos y verde céspedes anchos del barrio, que disfrutó cada vez que hizo este viaje desde la primera vez que lo pasó. Se sintió cariñoso pensando en ese día, hace dos años exacto. Recordó el sudor de sus manos, y el latido de su corazón mientras que se quedó estacionado a una manzana de distancia, armándose del valor de recogerla. Cómo es que estuve así. Pero no te engañes. Tienes un poco de eso ahora. Bueno, la diferencia es que ahora estoy nervioso de ganas, no de miedo.

Katy había elegido un restaurante francés en Silverlake, donde los hípsters con sus riñoneras y jeans de tiro bajo solían venir. No hacía el tiempo para sentar afuera, pero adentro tuvieron bastantes mesas y paneles de madera por todo las paredes, iluminados en puntos donde las luces del viejos incandescentes brillaban. Se sentaron en la rincón entre el bar y las ventanas
altas, que dio hacia la calle Figueroa donde coches pasaban a toda velocidad y peatones disfrutando la hora dorada andaban. Al fin de la cena el joven camarero trajo la postre, una tarta con melocotón y avenas crujientes y dulces.
“Disfrutala, y déjame saber si quieres algo más,” dijo, pasandolos el plato y poniendo la cuenta discretamente sobre el cabo de la mesa.
“Gracias señor,” dijo Edgar. El camarero se rió y se fue.
“Qué olor de esa tarta,” dijo Katy. Alcanzó sus cejas y abrió sus ojos anchos cuando la dijo, como solía hacer cuando estuvieras emocionada en verdad.
“Cómela sí mismo si quieres.”
“Estás bién?’
“Qué?”
“Nada. Venga, tratala por lo menos.”
Después en la coche, Katy puso el radio al disco y empezó a bailar en su silla. Sus brazos movían como las marionetas. Una marioneta hermosa y viva y que quiero y me quiere. Lo recordó del espectáculo de títeres a donde fue una vez en Jalisco con su padre y hermano cuando cumplió 6. Recordó las voces exageradas y la princesa bella y el príncipe amable, y luego, ir a casa donde comió su sopa al mostrador de la cocina y trató de dibujar las marionetas con sus crayolas y lloró cuando derramó la sopa en el dibujo. Pero luego su madre vino a su cuarto y la dibuja ha sido arreglado aunque por supuesto su madre lo ha dibujado de nuevo, y lo puso arriba de su tocador y lo olvidó después de una semana porque escuela empezó. Se aferró a estos recuerdos como un cómodo monto para lo que trataba de no dejar entrar en su mente.
“Venga, baila hombre.” Katy trató de agarrar su brazo, y resistió. Pero insistió y por fin la dejó y entró a agitar su brazo con el “What a feeling” del coro, y cantar con ardor, y se sintió, mejor que alguna vez desde ese dia, arriba de la mensaje de voz que había aparecido en su móvil dos semanas antes.
“Ay Edgar, frena! Poli!” Katy dejó de bailar y agarró su hombro. El velocímetro
mostraba ochenta y cuatro. Edgar pisò los frenos. Apretó el volante y miró derecha adelante sin parpadear. Esperó los segundos. Katy miró para atrás. Tomó conciencia agria del sudor de sus manos, y el latido de su corazón. La música siguió como susurro. Cuando suficiente tiempo había pasado, Katy se dio vuelta de nuevo al frente.
“Joder,” dijo.
Edgar estaba tratando de exhalar despacio, y no pensó en responder.
“Pero ya está.”
Edgar miró derecha adelante, su cara gris y inmóvil en el oscuro del coche.
“No pienses en eso, Ed. Olvidalo, y olvida a esa polí que no nos vio y no se preocuparía si hubiera de todos formas. Ya es nada.”
“Pero qué pasa si no es nada?” No hubo frustración cuando lo dijo. Una lágrima cayó por sus mejillas altas, y luego otros, siguiendo las mismas rutas al cuello y al asiento. Sus manos se quedan en el volante y el coche siguió suavemente. Katy no sabía qué decir. Pensó desesperadamente en la voz del hombre, diciendo immigration dos veces y Edgar Cuevas una vez, y, al final, Call me back when you get this message so we can talk, llamame cuando puedas para que podamos hablar. Buscó en esas palabras como la rata en el laberinto para algo que le diría la siguiente cosa que hacer, pero no encontró nada.
Edgar se sintió su silencio y, con razón o no, pero comprensiblemente, lo dejó hacer que se sintiera sólo. Siguió conduciendo. Las lágrimas secaron en sus mejillas y brillaron en las luces de la carretera.
“Aquí,” oyó la voz de Katy, y tomó la salida. Los cedros se acercaron, sus partes arriba oscurisimos y altos contra el cielo oscuro, sus troncos grandes gruesos y firmes en las luces del coche. Estacionó al frente y se quedó en su asiento. Katy vaciló, y abrió la puerta.
“Edgar.”
“Está bien.”
“Ed”
“Está bien.”